
En el plano singular, la desregulación del goce puede experimentarse al inicio con cierta euforia, pero rápidamente conduce a situaciones problemáticas y catastróficas. No es casual que este significante sea hoy tan utilizado en Occidente para justificar el desmonte de aquellas regulaciones que permiten una convivencia razonable frente a los poderes concentrados en los supermillonarios. Problema mayúsculo; a estos no les interesan los derechos constitucionales como la salud y la educación, ni la democracia, y mucho menos un reparto de poder saludable y soportable para las partes en juego.
La ausencia de límites produce fenómenos de devastación subjetiva. Un goce sin mediación, sin ley simbólica que lo rodee, puede conducir al consumo compulsivo, a las dependencias, a la violencia contra uno mismo y contra los otros. La desregulación del goce, tan promovida por la lógica neoliberal, se disfraza de “derecho a elegir sin restricciones”. Pero el sujeto no puede sostenerse en un campo de libertades absolutas; sin límite, la elección se convierte en exceso, y el exceso en un sufrimiento más. La libertad sin ley es, en rigor, servidumbre al empuje pulsional.
El ejemplo más contundente de los efectos de la desregulación en el plano económico internacional lo dio la crisis hipotecaria de 2008 en Estados Unidos. La flexibilización extrema permitió a los bancos fusiones y ofrecer créditos sin respaldo, multiplicando riesgos y fabricando una burbuja especulativa que finalmente estalló. El resultado fue devastador, millones de familias expulsadas de sus casas, ahorros pulverizados, desempleo masivo y un Estado que salió al rescate de los bancos, mientras los sujetos quedaban librados al desamparo. La “libertad de mercado” mostró allí su rostro real; un circuito de goce financiero sin límite que arrasó al cuerpo social.
La política de desregulación actual en el ámbito local se inició con el Decreto de Necesidad y Urgencia 70/2023 y se consolidó con la sanción de la Ley 27.742 (Ley Bases). Con este marco, la Secretaría de Desregulación “trabajó para remover”, al 31 de agosto de 2025, 418 normas de desregulación que eliminan o modifican 1.246 normativas anteriores, o –de forma más desagregada– un total de 8.935 artículos. En nuestra área se produjo un vaciamiento del Ministerio de Salud, de la Dirección de Salud Mental y de organismos de control básicos. Y lamentablemente, estamos frente a la mayor intoxicación medicamentosa desde la creación del Anmat. “El incidente ha sido descrito como uno de los mayores escándalos sanitarios en la historia reciente de Argentina, exponiendo fallas en los controles regulatorios y la cadena de producción farmacéutica”, resumió Wikipedia.
Evidentemente, sólo unos pocos ganan con la desregulación. Ellos especulan con el endeudamiento, los créditos hipotecarios, los derivados financieros; evaden reglas impositivas, mueven capitales, maximizan ganancias sin asumir los costos sociales ni las consecuencias subjetivas de su lógica deshumanizante. Para el resto, la desregulación significa endeudamiento, exclusión, angustia, pobreza y precariedad.
La desregulación no sólo afecta al sujeto y a la economía: también erosiona al Estado y lo desguaza. Un Estado desregulado pierde su función de garante, se vuelve incapaz de sostener un marco de legalidad posible. Lo que se instala es el retorno de lo pulsional, la ley del más fuerte, donde el lazo social se fractura. El Estado regulador no es enemigo de la libertad, sino condición para que la libertad no se convierta en tiranía del goce de unos sobre otros.
La concentración de riqueza, la desigualdad extrema y la falta de regulación no son efectos secundarios, sino condiciones estructurales del poder económico contemporáneo en Occidente y eso muestra su decadencia. Su correlato subjetivo se traduce en alienación y deterioro de la salud mental. La desregulación no es neutral; no se trata de “dejar que el mercado fluya”, sino de liberar mecanismos que solo benefician a quienes ya poseen muchísimo. Esa lógica, aparentemente abstracta, tiene efectos muy concretos para el sujeto y para el lazo social.
La paradoja de la desregulación es que destruye ese marco, arrastrando al sujeto a una falsa independencia que en realidad es pura desubjetivación. Así como en un juego no se puede jugar sin reglas, tampoco en la vida social es posible sostener vínculos sin un marco. La ilusión de que “cada uno hace lo que quiere” no es libertad, es anomia. Y en la anomia, la catástrofe es inevitable en el psiquismo, en la economía y en el Estado.
Un Estado que “no regula” deja un vacío institucional ocupado por privatizaciones, desigualdades fiscales, captura del poder por corporaciones financieras y debilitamiento del entramado simbólico que posibilita la solidaridad. Si no hay reglas, no hay juego: solo hay riesgo continuo, incertidumbre psíquica e inseguridad económica.
La administración actual, que se presenta como emblema de la desregulación absoluta y como representante de los supermillonarios, evidencia paradójicamente una desesperada búsqueda de límite a su crueldad y a su deshumanización. Su prédica idealista de “libertad total” se enfrenta al vacío que genera la ausencia de reglas simbólicas y políticas. Como en el sujeto, la falta de marco regulador conduce a la calamidad y al enloquecimiento.
La justicia argentina tampoco queda al margen de la desregulación, luego de ganar un prestigio mundial con el juicio a las juntas y ganar lugares en organismos internacionales como nunca había sucedido. Hoy muestra su suicidio con su fallo exprés contra la expresidenta, plagado de irregularidades y sesgos, que contrasta obscenamente con las causas que involucran a otros expresidente que llevan décadas paralizadas. Esa asimetría mostró la parcialidad estructural del Poder Judicial, que al abdicar de su función simbólica consumó su propio suicidio institucional y se vació de legitimidad nacional e internacional.
Entonces, en todos los planos, clínico, económico, jurídico y estatal la misma lógica se repite; la ausencia de límite destruye al sujeto, fractura el tejido social, deshumaniza, degrada al Estado y la democracia como garante de cierta igualdad. La regulación no es opresión; es la condición misma de la libertad para que esta no se convierta en tiranía de los que poseen más. La desregulación no libera, literalmente esclaviza a una deuda pública impagable contraída en menos de dos años. El límite no es enemigo del deseo, sino condición de su existencia. La desregulación, tanto en el plano del goce como en el económico, produce devastación subjetiva y catástrofes colectivas. No se trata de sofocar el deseo, sino de reconocer que solo hay juego posible si existen reglas.
Gustavo Fernando Bertran es psicoanalista y licenciado en Ciencias de la Psicología (UBA).



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