diciembre 31, 2025

El valor de cuestionar | La iquietud como motor del pensamiento



En tiempos en los que se premia la productividad, la rapidez y las certezas, todo lo que
implique detenerse a pensar, dudar o sentir demasiado parece ir a contramano. Desde
chicos aprendemos que lo ideal es tener respuestas claras, seguir un camino definido y
evitar todo aquello que genere incomodidad. Sin embargo, muchas veces lo que nos
moviliza, lo que nos hace cuestionar el sentido de las cosas y buscar nuevas formas de
estar en el mundo no viene de las certezas, sino de las preguntas. 

¿Y si las dudas no fueran una falla, sino una puerta de entrada a algo más profundo? ¿Y si
la inquietud, en lugar de ser una molestia, fuera una forma legítima –y hasta necesaria– de estar en el mundo? En lugar de evitar esas sensaciones incómodas, podríamos empezar
a escucharlas, a darles lugar y a reconocer su potencia. A lo largo de este texto, voy a
explorar esa idea: cómo la inquietud puede ser entendida como una forma profunda de vivir,
pensar y transformarse, y no como una señal de desequilibrio o de falta de claridad. Me voy
a apoyar en pensadores que le dieron valor a esa sensación que muchas veces tratamos de
callar, pero que, si la escuchamos con atención, puede revelarnos algo esencial sobre
nosotros mismos y el mundo que nos rodea. 

El origen del pensamiento

Emil Cioran, un filósofo rumano que reflexionó profundamente sobre el sufrimiento y el
absurdo de la existencia (1), escribió: “Ser significa estar en crisis permanentemente” (2). Lejos
de considerar la inquietud como un malestar pasajero, la asumió como el modo natural de
existir con conciencia. Para él, quien no se inquieta, simplemente no está del todo despierto.
En ese sentido, la inquietud no es algo que deba ser calmado, sino algo que debe ser
escuchado, atravesado, incluso cultivado. 

María Zambrano aportó una mirada distinta pero complementaria. En sus escritos sobre la
“razón poética”, sostuvo que el pensamiento no nace del saber, sino del sufrimiento y del
asombro. Zambrano no creía en una razón fría y matemática, sino en una inteligencia que
se deja afectar por lo que no entiende. La inquietud, entonces, aparece como la chispa que
enciende el pensamiento. No se trata de tener preguntas para obtener respuestas, sino de
sostener la pregunta como forma de estar en el mundo. 

El filósofo surcoreano Byung-Chul Han, en su crítica a la sociedad contemporánea, analiza
cómo el exceso de positividad (3) ha silenciado la inquietud. En La sociedad del cansancio (4),
una idea desarrollada por Han, la duda es mal vista porque frena la marcha, y el
cuestionamiento interno se considera una pérdida de tiempo. Para Han, recuperar el
derecho a la pausa, al no saber, al preguntar sin sentido útil, es una forma de resistencia. 

Para Simone Weil, pensadora profundamente espiritual, la inquietud no es una falla ni una
señal de debilidad (5), sino una forma sensible de apertura al mundo. Lejos de querer
acallarla, Weil propone prestarle atención con humildad, sin pretender controlarla ni
resolverla de inmediato. En sus escritos, sostiene que esta actitud de espera, de
permanecer con la pregunta sin apurarse por responder, es incluso una forma de oración.
No necesariamente en un sentido religioso, sino como un gesto profundo de atención hacia
aquello que no comprendemos del todo. En un tiempo que valora la inmediatez, la utilidad y
la certeza, Weil reivindica el valor de quedarse en ese espacio incierto, donde todavía no
hay respuestas, pero sí una escucha sincera. 

Estos pensadores, con estilos y épocas distintas, coinciden en algo esencial: las inquietudes
no son defectos del pensamiento, sino su origen más sincero. Lejos de buscar eliminarlas,
proponen habitarlas. Porque solo quien se inquieta es capaz de moverse, de cambiar, y de
imaginar otras alternativas posibles. 

Las inquietudes no solo son una corriente filosófica o una problemática a estudiar,
sino la esencia misma de lo que nos mantiene en movimiento. Es el vaivén permanente de preguntas, dudas y anhelos donde se encierra la verdadera
vitalidad humana. No se trata de resolver cada enigma, sino de permitirnos la libertad de
interrogar y de experimentar. Son como un sacudón en medio del piloto automático: nos
obligan a parar y repensar. 

Es fundamental darles un lugar real a esas inquietudes, a esos
desvelos en los que la mente no cesa de pensar, razonar y dar vueltas sobre sí
misma en busca de sentido. En lugar de intentar escapar o silenciar esos pensamientos
que muchas veces nos resultan tan molestos, hay que darles un lugar, explorarlos y
entenderlos. Cuando dejamos de huir de ellos, descubrimos que en cada reflexión y en
cada insomnio es posible que aparezca algo que valga la pena pensar, crear o
transformar. Porque cuando dejamos de tapar las inquietudes que tenemos, esas
preguntas empiezan a moverse y a tomar otra forma, y puede que en ese caos tan
incómodo nazca algo que antes no podíamos ver. Es en esa aceptación, en ese permitir
que nuestra mente se exprese en toda su complejidad, donde nace la posibilidad de un
cambio. 

La inquietud no es solo una reacción momentánea, sino una condición
que nos empuja a mirar más allá de lo evidente. Es ese murmullo interno que, aunque
incómodo, tiene algo de revelador. Hay que darles lugar a esos pensamientos que
interrumpen el descanso, a esas ideas que nos rondan cuando todo parece en calma.
Porque cuando dejamos de esquivar esas preguntas (por más insistentes o molestas que
parezcan), algo nuevo empieza a gestarse. Tal vez no una respuesta, pero sí una dirección,
una forma distinta de habitar el mundo. La inquietud no debilita, despierta, y en definitiva las inquietudes son el testimonio de que estamos vivos, de que nos preocupa, conmueve y
emociona el mundo, y que, en cada duda, se esconde la semilla del cambio.

Lo incierto

Reconocer la inquietud como una fuerza vital implica aceptar que vivir con intensidad no es
sinónimo de tenerlo todo resuelto. Muy por el contrario, es estar disponibles para lo incierto,
para lo que todavía no comprendemos del todo. A través de Cioran, Zambrano, Han y Weil,
entendemos que las preguntas no son obstáculos para el pensamiento, sino su punto de
partida más genuino. Y en esa misma línea, nuestras propias inquietudes,
lejos de ser errores a corregir, son chispazos de lucidez que nos despiertan del
automatismo. Escucharlas, darles lugar, permitirles crecer, puede ser incómodo, pero
también profundamente transformador. Porque es ahí, en ese espacio abierto por la duda,
donde empieza a gestarse todo lo que tiene sentido: lo que nos conmueve, lo que nos
mueve y lo que nos hace estar verdaderamente vivos. 

Bibliografía: 

Cioran, E. (1952). Silogismos de la amargura. Zambrano, M. (1939). Filosofía y
poesía. México: Fondo de Cultura Económica. Weil, Simone. Espera de Dios. Madrid:
Trotta, 2002. Weil, Simone. La gravedad y la gracia. Buenos Aires: Ediciones Sígueme,
1996. 

Notas:

1. Esa tensión entre querer comprender el sentido de la vida y encontrarse con un mundo que no lo explica, y que contiene vacío de respuestas. 

2. Como plantea Emil Cioran (1952), “ser significa estar en crisis permanentemente” (Silogismos de la amargura). 

3. La exigencia constante de rendir, producir, ser eficientes.

4. La sociedad del cansancio es un concepto del filósofo Byung-Chul Han, que describe una época marcada por la autoexigencia, el rendimiento constante y la positividad obligatoria. En lugar de ser oprimidos por otros, nos auto explotamos. Esto genera agotamiento, ansiedad y falta de espacio para la pausa, la duda o la inquietud.

5. Aunque Weil no utiliza el término «inquietud» de forma explícita, sus reflexiones sobre la espera, la atención y el vacío existencial pueden leerse como una reivindicación de esa actitud.



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